Llegué a Galicia hace unos meses, fascinado por la belleza de sus paisajes y la calidez de su gente. Aún me encontraba en ese proceso de adaptación a una nueva cultura, explorando rincones y sabores, cuando una tarde, mientras paseaba por el puerto deportivo de Vigo, me topé con un pequeño bar con terraza, frente al mar.
Atraído por la música suave y el aroma a mar, me senté en una mesa con vistas a la Ría. El sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de tonos anaranjados y rosados, y una brisa fresca me acariciaba el rostro. Pedí una copa de vino blanco, disfrutando del ambiente tranquilo y de la belleza del paisaje.
De repente, una pareja de ancianos se sentó en la mesa de al lado. Eran gallegos de pura cepa, con una sonrisa contagiosa y una mirada llena de sabiduría. Comenzaron a conversar en gallego, con un ritmo pausado y una entonación que me hipnotizaba. Aunque no entendía ni una palabra, me encantaba escucharlos, como si fueran una melodía que me transportaba a otro mundo.
En un momento dado, la mujer se dirigió a mí con una sonrisa y me preguntó en castellano si me gustaría probar un vino especial. Acepté encantado, intrigado por su propuesta. Me trajo una copa de un champagne rosado que nunca antes había visto. Su color era de un rosa pálido, casi como el atardecer que se reflejaba en el mar.
Al probarlo, me sorprendió gratamente su sabor. Era un champagne rosado seco, con notas frutales y florales que bailaban en mi paladar. También tenía una acidez refrescante y una burbuja fina y persistente que me enamoró. Era, sin duda, el mejor champagne rosado que había probado hasta el momento.
Mientras disfrutaba de esta joya líquida, la pareja me contó la historia del champagne rosado gallego. Me explicaron que se elaboraba con uvas cultivadas en las Rías Baixas, una región con un clima único que le confería al vino un sabor especial. También me hablaron de la tradición familiar de la bodega que lo producía, una pequeña empresa artesanal que llevaba años elaborando este champagne rosado con mimo y pasión.
Al terminar la copa, me sentí agradecido por este encuentro inesperado. No solo había descubierto un champagne rosado excepcional, sino que también había conocido a dos personas encantadoras que me habían acercado un poco más a la cultura gallega.
Desde entonces, el champagne rosado gallego se ha convertido en mi bebida favorita. Cada vez que lo bebo, recuerdo ese atardecer en el puerto deportivo de Vigo, la música suave, la brisa fresca y la conversación con la pareja de ancianos. Y es que, a veces, los mejores descubrimientos en la vida se producen cuando menos los esperamos.